El pasado fin de semana estuve por tierras malagueñas disfrutando de la playa, de unos buenos espetos y dos amigas. Carla y yo nos conocimos de pequeñas, en el cole, después nuestras vidas se separaron y posteriormente, en bachillerato, nos volvimos a encontrar. A Paloma la conocí en plena adolescencia, con catorce o quince años: hacíamos teatro juntas. Ellas acabaron conociéndose de vista, por los pasillos del instituto, pero más tarde la universidad las unió en una bonita amistad.
Siempre he pensado que la vida son etapas y creo que la gente que nos encontramos en ella, en la vida, también lo son: somos etapas los unos de los otros. A lo largo de nuestra vida vamos evolucionando como personas y, en esos momentos, o evolucionamos con las personas que nos rodean o perdemos el contacto por completo. En realidad no pasa nada malo, solo pasa el tiempo.
Nietzsche, el filósofo alemán del siglo XIX, dejó escrito en Aurora (página 87): “Fueron amigos, pero han dejado de serlo, y por ambos cabos deshicieron al mismo tiempo el nudo de su amistad, el uno porque se creía demasiado desconocido, el otro porque se creía demasiado conocido. ¡Y ambos se engañaban!, pues ninguno de ellos se conocía suficientemente a sí mismo”.
Durante nuestros días juntas, recordamos cómo éramos en aquella época de instituto. Lo que hacíamos, lo que no hacíamos, lo que teníamos pensado para nuestra actual vida, que en aquellos entonces era nuestro futuro… las tres coincidíamos en que, por mucho que sigamos siendo las mismas personas, habrá cosas que no reconozcamos en nosotras mismas, cosas que hicimos o vivimos y que ahora nos preguntamos «¿quién fui?». Somos la consecuencia de nuestros actos, de nuestras vivencias y nuestras relaciones.
El protagonista del microrrelato de hoy también se pregunta, al envejecer, quién fue, pero no se recuerda.
Su reflejo le espera, impaciente y desde hace años, en la caja de los tesoros donde, de pequeño, guardaba los objetos importantes. Lo acaba de recordar y quiere regalarle a su nieto el reloj que le dio su padre cuando tan solo tenía ocho años. “Cada vez que mires la hora y veas tu cara reflejada en esta plata, recuerda quién eres”, le dijo. Entre los trastos del desván encuentra la caja, polvorienta. Dentro, el reloj con la hora detenida. Lo mira y descubre un rostro envejecido, consumido por el paso del tiempo: ya no recuerda quién es.
El pasar de los años nos hacen vernos diferentes e incluso no reconocernos, tanto en actitudes como en nuestro físico pero peor aún es no reconocernos por enfermedad mental.
Este relato es triste pero en definitiva real.
En cuanto a la locución sigo opinando que impresionante