Últimamente me acuerdo mucho de cuando empezaban a dejarnos salir a pasear en el confinamiento. Supongo que será porque ya se cumplen dos años de aquello, porque hace buen tiempo o porque vivíamos tranquilos.
La noche anterior hasta me costó dormir de los nervios, como cuando era pequeña y me iba a la cama pronto porque venían los Reyes Magos. Tenía la sensación de que volvíamos a vivir. Aquel primer día quedamos un par de amigos que vivíamos cerca. Lo teníamos todo pensado: «vamos a hacer que nos encontramos por casualidad», decíamos en nuestras conversaciones previas. Y así lo hicimos. Quedamos en la Plaza Mayor e hicimos el show de encontrarnos. Ahora todo esto suena tan estúpido que me siento ridícula escribiéndolo, pero es tal y como sucedió.
A ese primer día de paseo, donde no podíamos movernos a más de un kilómetro de nuestra casa y que, obviamente, incumplíamos, se le sumaron los siguientes. Caminábamos tranquilos por las calles de Madrid, sin prisa, fijándonos en los edificios, en los detalles. Como si tuviéramos todo hecho. Como si la vida se viviera a sorbitos. Podría decir que disfruté como nunca de la ciudad. Nunca había paseado por las calles sin preocuparme de que llegaba tarde, de que me estaban esperando en algún sitio o de que tenía una cita en la otra punta y el metro, los atascos o el gentío me frenaban en el trayecto.
Después de haber parado nuestras vidas en seco, de conocer de cerca el completo aburrimiento, de pasar horas y horas leyendo un buen libro sin levantar la vista; después de aprender a cocinar con calma, de hacer «deporte» sin horarios, de trabajar con pausa, de abrir la ventana y tan solo ver y escuchar cómo cae la lluvia… después de todo eso pensé que nos tomaríamos la vida con más calma, que dejaríamos de correr para llegar a tiempo, pero volvimos a la misma rutina. Volvimos a hacer las cosas a matacaballo, a abarcar más de lo que podemos apretar y volvimos a correr para llegar a tiempo sin llegar a tiempo. ¿Somos gentes de costumbres o nos da miedo cambiar?
Ha sonado el despertador, como todas las mañanas. Después, café, la ducha diaria y quince minutos delante del armario para ver qué se pone. Ha mirado el reloj: llega tarde otra vez. El coche la espera con el punto muerto y el freno de mano puesto, y ha sido al arrancarlo cuando se ha dado cuenta de que empezaba la primavera, de que pronto cumplirá años y de que el verano llegará pronto. Pero al mismo tiempo ha visto que seguirá preparando café todas las mañanas, que nunca sabrá qué ponerse y que el reloj le recordará que llega tarde a un lugar al que no le apetece llegar.
La vida siempre es una rutina. Tenemos nuestra vida programada día a día pero cuando cambiamos esa rutina por algo mejor y que siempre es por un periodo fijo y corto ¡cómo lo disfrutamos! y si esa rutina nos la cambia el destino por algo poco agradable siempre decimos «bendita rutina»
Intentemos ser felices con nuestras rutinas