Y agosto llegó tan rápido que apenas nos hemos dado cuenta de que ya se han consumido casi ocho meses de este 2022. El mes más esperado del año por muchos, y el más odiado por los que se quedan trabajando y viendo cómo la gente publica en redes sociales sus vacaciones. Para mí agosto siempre es un mes especial. Los que me conocen bien, saben lo poco que me gusta Madrid. Cada vez que puedo salgo pitando de la ciudad con cualquier excusa y destino. El más frecuente, mi pueblo. En realidad mío no es, es el de mis padres: ellos sí nacieron allí, yo solo me las doy de pueblerina.
Mi pueblo, Castillejo del Romeral, está en la provincia de Cuenca, en la secana Alcarria de verano y en la fría Alcarria de invierno. Durante el invierno no llegarán a vivir más de treinta personas, pero cuando llega el verano sus calles se llenan y el griterío de los niños resuena en la plaza como el aire entre las ramas de los árboles un día de viento. Para el puente de agosto, llega mucha más gente y las reuniones con los amigos se alargan hasta el amanecer. Y la semana de la fiesta grande se vive con mucha intensidad: los días se convierten en bailes, cánticos, brindis, reuniones con la familia. Creo que nunca me he perdido las fiestas del pueblo. Si me han propuesto algún plan en esas fecha siempre digo que no, porque el pueblo, para mí, es ese lugar en el que me siento a salvo.
Hará un par de días hablaba con mi madre sobre las palabras que ya apenas se usan, y entre varias salió veraneo. ¡Ya nadie dice «me voy de veraneo»! Todavía, cuando yo era pequeña, la gente usaba mucho esa palabra. Antes se veraneaba y ahora nos vamos de vacaciones. Y es que el pueblo ha sido el lugar de veraneo de muchos. Recuerdo cuando pasaba los veranos con los abuelos. Los quehaceres eran livianos: desayunar, ir a manualidades, aprender a bailar el folklore típico, comer, dormir siesta o ver la telenovela de turno (ahora mismo se me viene a la mente Agujetas de color de rosa), no salir de casa hasta las ocho de la tarde porque el calor era plomizo, coger la bici y recorrer los caminos, cenar y bajar a la plaza a jugar a Botebotero, a excepción de los jueves, que echaban en la tele Hostal Royal Manzanares y era de obligado cumplimiento verlo.
Un verano me caí de la bici y se me luxó el hombro. No me quejé en ningún momento. Viví con mi dolor en silencio y como pude porque, si me quejaba, lo más seguro era que me llevaran de vuelta a Madrid y eso habría sido un gran castigo. Ahora vivo con un hombro fuera de mi cuerpo cada dos por tres, pero aquel verano, pese a todo, seguro que fue, como tantos otros, maravilloso.
Cuando fui un poco más mayor entré con las amigas en el Grupo Folklórico: nos recorríamos la provincia de Cuenca bailando seguidillas, jotas, paloteos, mazurcas… ¡Fuimos hasta Rumanía! Disfrutábamos como niños en un parque temático. Nos íbamos a las fiestas de los pueblos cercanos y vivíamos un mes lleno de batallitas que llevábamos a Madrid en septiembre.
Ahora todo es muy distinto. La gente sigue yendo al pueblo, pero los niños ya no pasan el mes entero con los abuelos, muy pocos se animan a aprender el folklore y los adolescentes se las viven sentados en un banco en la plaza mirando el móvil, aunque también saben montárselo bien cuando cae la noche…
Me considero una afortunada por tener pueblo, esa vía de escape en la España vaciada en la que, si hay tormenta, la vida continúa tranquila sin teléfono ni internet, y donde nadie hiperventila por ello. Pronto publicaré un libro: un conjunto de relatos que navegan entre realidad y ficción. Donde hay tantas cosas mías como tantas otras de mi imaginario, y el pueblo ha sido una gran fuente de inspiración y creación.
Hoy no hay Meraki nuevo. Pero dejo A salvo, algo que escribí el primer fin de semana que volví al pueblo después del confinamiento.
Todos tenemos un lugar en que estamos a salvo, que es tierra y fundamento.
De inviernos con calles llenas de eco
y veranos con rincones vacíos de silencio.
Donde vivimos muchas primeras veces
y donde despedimos para siempre a los que queremos.
Todos tenemos un lugar en el que no existe el tiempo,
en el que la cerveza se bebe a tercios
y se producen los reencuentros.
Donde el cuerpo apenas tiene descontento
y la familia se disfruta lento.
Todos tenemos un lugar en el que estamos a salvo en todo momento.
Me veo reflejada en muchas situaciones y sobre todo con los sentimientos que expresas.
Yo también he vivido muchas de esas situaciones ¡El pueblo! ¡Cuantas/os compañeras/os del colegio me han envidiado por tener pueblo!
Muy,muy bonito el Meraki y muy bien escrito.