Eran las 7 de la tarde del viernes cuando llegué al gimnasio. Apenas un par de minutos antes pasaba por el Teatro Barceló, que de teatro lo único que tiene es el nombre: desde 1980 es una de las discotecas más populares de la noche madrileña. En la puerta e inmediaciones se amontonaban adolescentes que empezaban el fin de semana. Tres chicas a la vuelta de la esquina de Churruca con Apodaca terminaban de beber una botella de algo que, supuse, sería ron. Las muchachas no tendrían más de quince o dieciséis años. Menores de edad, desde luego. Otro grupo de chavalas enseñando ombligo y chavales con rizos abundantes en el casco de la cabeza, se hacían fotos que, seguramente, irían destinadas a contarle al mundo, llamados seguidores, lo bien que se lo están pasando, porque hoy en día, si no se lo cuentas a tus followers no lo has vivido. Si no estás, no existes.
Recordé entonces cuando yo tenía esa edad. También iba a Barceló (Pachá en mi época), a Joy, a Kapital, etc, bebía ron Velero o Almirante y me hacía fotos de negativo. Me di cuenta de que hay cosas que no han cambiado: quieren, queríamos, crecer demasiado rápido; quieren, queríamos, sentirnos mayores y libres.
La verdad es que yo no era de estar todos los fines de semana yendo a las sesiones light de las discotecas de moda. Debido a mi expediente escolar pasé media adolescencia castigada, pero sí que me dejaban vía libre en algún cumpleaños o si alguna vez aprobé matemáticas. El ritual siempre era el mismo: un viernes cualquiera, a las cuatro de la tarde, estaba en mi habitación de pareces lila y peluches en la cama vistiéndome con una minifalda, top de licra y calentadores. A veces usaba vaqueros campana y zapatos con enorme plataforma que me alzaba a los cielos desde mi metro y medio de estatura. Otras veces, adornaba mis pies con unos Mustang negros de tacón ridículo. La purpurina en los párpados era todo el makeup. Eso nunca faltaba. Y colonia, bien de colonia Anouk, o la de vainilla o mora de Yves Rocher. Quería ser mayor, quería ser libre para entrar, salir, ir y venir. Con el paso del tiempo de lo único que me he dado cuenta es de que soy mayor, porque cuando nos hacemos mayores, teniendo en cuenta el significado que le dábamos a la palabra ‘mayor’ a los quince años, te preguntas ¿somos realmente libres? Estamos enganchados a las redes, a la información, al trabajo, a las responsabilidades, a los amigos, a la familia, a la sociedad, a una educación, a unos principios y un largo e interminable etcétera, desde lo más banal a lo más profundo del ser humano.
Tal vez estos jóvenes, tras unos bailes, unas copas y algún que otro roneo, se metieron en la cama abrazando al peluche que les ha acompañado desde que llegaron a este mundo, porque aunque se sientan mayores y libres, aunque nos sintamos mayores y libres, siempre echaremos de menos un poco de esa inocencia que idealizaba ser mayor y ser libre.
Hace unos días publicaba en mi perfil de Qultu un microrrelato sobre la inocencia. Lo ilustré con uno de mis collages.
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Por esos momentos hemos pasado todos. Creo que es la peor época de nuestras vidas, vidas llenas de inseguridades que mitigabamos con salidas e incluso compañías clandestinas, afrontando riesgos de alcohol e incluso drogas, por no decir en muchos casos la elección de amigos. ¡Cuántos jovenes se han quedado por el camino o han quedado marcados de por vida por esas actitudes! Lo que si es verdad que de una manera u otra todos pasamos por esos momentos de inseguridad y de riesgo.
Lo peor, es que muchos, muchos padres de ahora, consideran que sus hijos se tienen que divertir, estos padres ni se preocupan por lo que sus hijos hacen cuando traspasan la puerta de sus casas. He visto en múltiples ocasiones niños (porque son niños) que no se sujetaban en pie y lo que es peor, en contacto con personas mucho más mayores pasando la tarde ¡que les puede aportar esos contactos! considero que nada bueno. Cuidemos de nuestros adolescentes, ellos son nuestro futuro.