Me gusta hacer manualidades. Necesito hacerlas. Necesito desconectar el cerebro haciendo algo creativo. Muchas veces, cuando digo que hago macramé (con tutoriales de YouTube), me preguntan cómo empecé, cómo me dio por eso. Pues bien, hace un par de años, cuando me mudé de casa, compré un lámpara en Ikea para la habitación. Al cabo de los días me di cuenta de que aquella lámpara la tenía todo el mundo: la vi en Instagram, la vi en tiendas, en bares y restaurantes, la vi en casas ajenas. Estaba por todas partes. Sentí que aquel objeto colgante no tenía ninguna personalidad y la vendí en una plataforma de artículos de segunda mano. Creo que no la tuve en la habitación ni un mes. ¡No podía tener una lámpara tan impersonal en un habitáculo tan personal!
Después de ese arrebato, no sabía qué poner. Prefería ver la bombilla con un desnudo integral entes de tener una luminaria de restaurante con menú de humus y crudités. Indagué en tiendas, en redes, en todas partes. No encontraba nada original y con personalidad. Y un día caí en la cuenta de que mi abuela fue una artista del macramé. Investigué cómo se hacía aquella artesanía y dije: «vamos a intentarlo». Me vine arriba y no solo hice una lámpara, sino que ya llevo un montón de piezas: tapices, espejos, cortinas, etc.
En las Navidades pasadas mi amiga Citlali me regaló el libro Libera tu magia: una vida creativa más allá del miedo, de Elizabeth Gilbert. En uno de los capítulos decía algo como: si te pones a escribir, o cualquier otra actividad en la que necesites de inspiración, y no estás consiguiendo lo que quieres, abandona esa tarea por un tiempo y dedícate a hacer otra cosa que tenga que ver con la creatividad. Así que, utilizo las manualidades para liberar, relajarme e inspirarme, y como no sé qué hacer con tanto macramé, ahora he añadido una actividad de desbloqueo y relajación a mis ratos libres: me he adentrado en el mundo del collage, que ocupa mucho menos espacio y no necesitas de éste para guardar las obras.
Para llevar a cabo mi nueva faceta, me fui a las tiendas de antigüedades de la zona del rastro a buscar fotografías y revistas añejas. Encontré miles de instantáneas en blanco y negro en las que la gente sonreía, se besaba, se casaba, bailaban… Parejas, padres y madres con hijos, bebés, niños y niñas jugando, abuelos con fatiga en la mirada por el paso del tiempo. Eran personas corrientes y felices. Eran recuerdos. Entonces pensé en los que aún hemos vivimos la vida analógica, en los que todavía tenemos en nuestra memoria los carretes kodak con veinticuatro o treinta y seis disparos. Aquella época en la que solo había una oportunidad para salir bien, en la que tenías que rebobinar el carrete antes de sacarlo de la cámara porque si no se velaba, y cuando las fotos solo se subían a las estanterías y formaban parte de la decoración. Me acordé de mis fotos de los veranos en el pueblo, de mi adolescencia con brackets y el pelo rojo, de las vacaciones, de los fin de curso, de los cumpleaños. Pensé en los amigos, en la familia, en los momentos retratados con la cámara que me regalaron cuando hice la comunión. Y me di cuenta de que, cuando desaparezcamos, todas esas fotografías acabarán juntándose con el blanco y negro, encerradas en una caja, a la venta en una tienda de antigüedades esperando a que alguien como yo dé vida a memorias perdidas y olvidadas. Todas mis fotografías se juntarán con las demás cuando algún heredero que desconocerá quiénes fueron sus antepasados las venda o regale a un anticuario al deshacer alguna casa. Espero que mi recuerdo también sirva para seguir entrenando la creatividad de alguien.

Podéis ver en Qultu el collage que me inspiró aquel momento en el que buscaba en una caja de zapatos los recuerdos olvidados: dentro de la botella, y rodeadas de ácidos limones, algunas de las palabras que nos acompañan y definen nuestras vidas.
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Así nos veremos todos. Cuando paseo por las calles del rastro algún domingo siempre me gusta ver las antigüedades, y cuando veo esas fotos, me paro a pensar y me digo ¡pobre gente si levantara la cabeza y se viesen tiradas en el suelo o en un cajón con un montón de compañeros de suerte. Las fotos que en algún momento de la vida habían lucido en una pared. Esas fotos seguramente no eran de personas de poco poder adquisitivo pues a principios del siglo XX y hasta mediados, no todo los españoles tenían acceso a tener una fotografía aunque solo fuese de su boda y que llegado un momento de la vida ya no importas a nadie. A muchas de esas personas retratadas ni sus nietos o biznietos los han conocido, no digamos si encima son tíos de tus abuelos o padres. Yo, si sirve de consuelo todavía conservo fotos de mis bisabuelos, abuelos e incluso tíos de mis padres, pero seguro que cuando lleguen a manos de mis hijos, volarán, ellos no han tenido ninguna relación con esas personas.