Tengo la costumbre de inventarme la vida de la gente. Cuando estoy en un bar o un restaurante voy creando en mi mente la vida de las personas que tengo cerca. Esto, a veces, resulta un problema porque si estoy comiendo con alguien disperso mi atención a los comensales de al lado y empiezo a imaginar. Sin ir más lejos, alguno de los relatos de Vaivén de estación (disponible en librería y grande almacenes) están inspirados en las historias que me he inventado de personas reales.
Todos los domingos voy al teatro paseando. Atravieso el centro por calles secundarias y cruzándome con cantidad de personas. Este último domingo necesitaba un café para empezar con fuerza la tarde. En la cafetería coincidí con un par chicas. Una de ellas le estaba contando a la otra sus no avances con el chico con el que estaba quedando. Al parecer, el muchacho se debatía entre una relación seria o seguir teniendo un simple desahogo sexual. Partiendo de esta premisa, su futuro, en mi imaginación, acabó como el Rosario de la aurora: toda una maraña de mentiras, terceras personas y vidas turbias, por ambas partes, claro. Vamos, que no fueron felices ni comieron perdices.
Lo mismo hago con las fotografías antiguas que consigo para hacer collages. Ya conté en el post Los recuerdos olvidados que me había ido al rastro en busca de material, pero hace unos días, investigando por Wallapop, encontré a una muchacha que no solo vendía fotos, también cartas fechadas en los años 50, 60 y 70, poderes notariales, hojas de herencias y testamentos amarillentos. Para mí, auténticas joyas para crear todo tipo de historias y en cualquier formato. Cuando me llegó el pedido estuve repasando las fotografías, que algunas tenían cosas escritas por detrás, y empecé a crear la vida de esas personas. Empecé a imaginarme su principio y su final. En una de las fotografías aparecían cuatro mujeres vestidas con un traje regional. Cada una mostraba lo que parecía un diploma enrollado.
La historia que creé en mi cabeza fue la siguiente: años 60 en un pueblo de una de las dos Castillas. Cuatro amigas muy jóvenes: Nieves, Berta, Carmela y Delfina posan tras ganar un concurso de bailes regionales. De la cámara salen cuatro disparos, ninguno igual: una foto para cada una. El verano anterior a aquel momento dejarán sus raíces rurales y viajarán a la ciudad en busca de un futuro. Berta irá hasta Valencia y encontrará trabajo en una lechería, su misión será repartir las botellas de leche y los huevos frescos a los vecinos. Carmela viajará hasta Barcelona y trabajará y vivirá en la trastienda de una carnicería, donde compartirá cama y habitación con Nati, una chica huérfana y con su hijo de año y medio de padre desconocido. Nieves, por su parte, se irá a Madrid. Tiene un familiar allí y le ha encontrado una casa en la que podrá servir y vivir. Cuidará de los tres niños y acabará aborreciéndolos por la mala educación que reciben de sus progenitores. Y Delfina, la inocente Delfina también vivirá en Barcelona, pero correrá la peor de las suertes: trabajará en una librería de recadera y conocerá a Joan, un joven de la alta burguesía que la utilizará para fines poco éticos.
Nieves conocerá a su marido una tarde en El Retiro. Estará intentando lidiar con los dos mayores mientras el pequeño duerme plácidamente en su sillita. Uno de los mayores saldrá corriendo en dirección al lago, con tan mala fortuna que éste tropezará con una correa de perro y caerá a los pies de uno de los guardas, que se quedará prendido de los ojos de la cuidadora del crío. Se casarán y ella dejará de trabajar por algún tiempo, pero, tras descubrir lo aburrida que es la vida cuidando del hogar, estudiará corte y confección. Empezará a trabajar en una pequeña tienda de trajes en uno de los barrios más castizos de Madrid. Ésta acabará siendo suya. Durante muchos años el matrimonio intentará tener hijos sin éxito, cosa que les afectará a ambos y sanarán esa herida en cada uno de sus viajes alrededor del mundo. Pero, pasados los cuarenta, se llevarán la sorpresa más grande que la naturaleza les pudiera dar con la llegada de Valeria, una niña deseada y nada esperada. Sus últimos años de vida los pasarán en el pueblo con las idas y venidas de Valeria.
Berta ahorrará todo lo posible para poder estudiar y llegar a la universidad. Tras muchos esfuerzos, penares y sacrificios lo conseguirá. Estudiará Ciencias Agrónomas y Económicas, y volverá al pueblo para ocuparse de las tierras que trabajan sus padres, de esa tierra que le dio la vida. Montará una gran almazara y exportará aceite a todos los rincones del mundo. Se casará con Germán, pero éste no podrá ver al hijo de ambos crecer porque morirá trágicamente en un accidente. Esto llevará a Berta a una gran depresión durante años, pero saldrá adelante porque ella siempre ha luchado fuerte, aunque el tabaquismo acabará con su respiración antes de cumplir los setenta y cinco.
Carmela no volverá nunca más al pueblo. Ese verano en el que se tomó la fotografía será el último. Y no porque ella no quisiera, sino por amor. Un amor que en los años del blanco y negro estaba mal visto, prohibido, y que casi ni ella entendía. Carmela pasará varios años en esa carnicería junto Nati. Ambas compartirán sueños, alegrías, penas, amores y desamores sin saber que lo que la una sentía por la otra era verdadero amor. Se distanciarán por mucho tiempo, pero se volverán a encontrar frente al mar, en el Mirador de la Creu. Ambas, pese a ser repudiadas por sus familias, vivirán libres en un pueblo fronterizo del Pirineo catalán regentando un hotel rural que, tras la muerte de ambas, Joaquín, el hijo de Nati, convertirá en un gran resort de montaña.
La ingenua de Delfina no llegará a cumplir los sesenta años. Poco tiempo después de instalarse en una pensión de El Raval de Barcelona conoció a Joan, un joven de la alta burguesía que frecuentaba el barrio en busca de un amor pagado. Ambos se cruzaron un día al caer la tarde cuando ella llegaba a la pensión después del trabajo. Él se encaprichó de ella y le ofreció una gran cantidad de dinero por pasar la noche juntos. Dinero fácil. La historia se repetirá cada día en los siguientes cinco o seis años, durante los cuales, Delfina acudirá en varias ocasiones a enfermeras clandestinas de la ciudad para que le practiquen diversos abortos. El último casi termina con su vida y fue cuando Joan desapareció sin dejar rastro. Todo lo que sigue es un mundo turbio de sexo, drogas y alcohol que la dejarán muerta sobre la arena de la Barceloneta una madrugada de luna en cuarto menguante.
Las cuatro llevarán siempre su fotografía en la maleta, ese momento en el recuerdo y ese traje en el armario porque, pese a haber tenido caminos tan dispares, la vida siempre se vuelve a vivir a través de la fotografía.
Interesantes historias. Muy bien estructurado y redactado el relato. Te vas superando.