En el verano del dieciséis me fui a Italia a coleccionar atardeceres. Roma, Nápoles, Sorrento, Pompeya, Procida, Capri e Ischia. Fue un gran viaje que empezó, como suelen empezar las aventuras, entre cervezas.
Estuve quince días recorriendo los mejores rincones. En Roma disfruté del arte, de los helados y de paseos nocturnos por el Trastévere y a orillar del Tíber. En Nápoles del caos, del color, de la decadencia y de la belleza de ésta. En Sorrento, de sus calles estrechas, su olor a mar y una playa de arcoíris. En Pompeya descubrí la grandeza del Vesubio y viajé en el tiempo. En Procida aprendí que aunque nos perdamos, siempre nos volveremos a encontrar. En Capri sentí lo que es la paz. Y en Ischia conocí a Bruno.
Ischia es la isla más grande el archipiélago napolitano. Reservamos el hostal por un portal de internet. Lo más barato que encontramos y, aún así, carísimo. Aquel hospedaje no tenía nada de elegante: los huéspedes andaban descalzos por las instalaciones, todos compartíamos el mismo cuarto de baño, había todo tipo de animales alojados y el autoservicio en cocina y comedor estaba incluido en el precio. Era cutre y poco limpio, sí, pero era un lugar maravilloso.
Llegamos al anochecer y Bruno parecía esperarnos impaciente. Tras tomar posesión de una habitación con seis camas, el dueño del hostal ofreció llevarnos a unas termas. Algunos huéspedes irían y no podíamos perdernos aquella atracción en una isla volcánica. Nos montamos en un coche de siete plazas más de siete personas. Recuerdo que me tocó ir en el asiento delantero, entre las piernas de una holandesa extremadamente gigante (el ancho de una de sus piernas era el completo ancho de mi cuerpo). Pensábamos que nos costaría un ojo de la cara y que nos encontraríamos con un estupendo recinto, que nos darían unas toallas bordadas y hasta unas chanclas desechables. Lo cierto es que nos soltaron en la carretera y tuvimos que bajar unas escaleras ruinosas hasta encontrar agua: las termas eran el mar mismo, bajo el manto de estrellas de finales de julio. Fue algo mágico.
Recuerdo aquel viaje con mucho cariño, y recuerdo a Bruno, que todas las mañanas desayunaba a mi lado.
Cuando llegué al hostal, Bruno me recibió con mucho cariño. Hacía apenas unas horas que lo acababa de conocer y ya lo echaba de menos viendo la puesta de sol sobre las aguas del Tirreno. Pero, a la mañana siguiente y a la siguiente, y la siguiente también, pude disfrutar de su compañía durante el desayuno. Por las noches se sentaba a mi lado mientras yo escribía y, de vez en cuando, le leía alguna cosa. Encontré un gran amigo en esa isla. Bruno era un huésped de cuatro patas, pelo blanco y manchas marrones, con morro chato y ojo bizco.
He vuelto a viajar por Italia.Gracias
Muy tierno relato. Como todos los que has publicado, muy bien redactado y buen uso literario.
Sigo opinando que muy bonita voz en la locución.
¡Mediossss de comunicacióoooonnnnn!!!! u otros medios informativos, estais desaprovechando una voz espectacular.
Lucía sigue así.
Escribes muy bien Lucia pero locutas mucho mejor
¡Que bonito! Con este relato expresas un amor precioso hacia los perros.